

La presión popular había sido abrumadora. Durante meses, sindicatos, militantes y dirigentes reclamaron la fórmula Perón–Evita, que tuvo su punto más alto en el Cabildo Abierto del Justicialismo del 22 de agosto. Allí, frente a una multitud calculada en dos millones de personas en la avenida 9 de Julio, Evita protagonizó un dramático diálogo con el pueblo, que le exigía aceptar el cargo. “Renuncio a los honores pero no a la lucha”, alcanzó a decir entonces, dejando abierta una tensión que estallaría días más tarde.
El renunciamiento no se explicó sólo por su enfermedad, que ya la consumía, sino también por la resistencia de las Fuerzas Armadas, que se negaban a aceptar a una mujer como jefa en caso de acefalía. Para Perón, la candidatura se volvió insostenible en medio de la presión militar y las conspiraciones desatadas contra su gobierno.
La cadena nacional del 31 de agosto fue el desenlace. “Quiero comunicar al pueblo argentino mi decisión irrevocable y definitiva de renunciar al honor con el que los trabajadores y el pueblo de mi patria quisieron honrarme”, expresó con voz grave y pausada. Su renunciamiento, convertido en mito, reforzó su figura como símbolo de entrega y sacrificio.
Un año después, ni Evita ni el vicepresidente electo Hortensio Quijano llegarían con vida a 1953. Pero aquel 31 de agosto quedó como un hito: el día en que una mujer aclamada por millones eligió no ocupar un lugar de poder, sino consolidar el lazo eterno con el pueblo peronista.